Opinión: Maipú Flaite

Nicolás Aravena
septiembre 13, 2013
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Flaite es una palabra que a nadie le gusta: a unos les provoca rechazo por la amenaza que representa; a otros rabia por la estigmatización que atribuye. Mal o bien, de acuerdo o no, lo cierto es que se trata de una palabra vigente en el vocabulario del chileno común. Tanto sustantivo como adjetivo, reconocemos a personas como flaites y señalamos atributos flaites a cosas. Flaite esto, flaite lo otro. Flaite aquí, Flaite allá.

Lo feo

Decir Flaite es decir feo; y decir feo a otro es una manera de sentirse lindo uno mismo, o al menos tener la seguridad de no ser parte de “esos feos”: un atajo para no ser marginado, una medida defensiva para evitar el castigo. No es menor, ya que el castigo no es solo de percepciones: el hablar y parecer de una determinada manera  en Chile abre más puertas de las que uno quisiera. Etiquetar al otro y llamar algo “feo”, “grosero”, “despreciable” es también es una manera de cercar el corral y dividir mi grupo del otro. Por extensión,  flaites también son los lugares que este personaje urbano  frecuenta, las cosas con los que se le asocia, sus costumbres, sus ritos.

Ser flaite también puede entenderse, en este sentido, como una manera de ser por elección del observador, no propia. Es decir, nadie elige ser flaite, sino que es una característica dada por un tercero. Alguien dijo por ahí que tememos a lo que desconocemos, y además que rechazamos en los demás lo que tenemos u odiamos de nosotros mismos. En ese sentido,  designar a alguien como flaite garantiza de alguna manera que por consecuencia yo no lo soy. Siguiendo el estereotipo, serían (seríamos) pobres alzados, que luchan por verse bien, que no siguen las reglas establecidas. y que molestan.

Decir que algo o alguien es flaite parece una acción demasiada temeraria: dependerá del juicio particular de quien lo haga y la intención detrás de este enunciado. Sin duda, al  usar expresiones como “flaite” no estamos diciendo algo positivo, ya que  se entiende que flaite es igual –por lo bajo- a “pobre” y en el mejor sentido a “mal educado” o “de mal gusto”. Por lo tanto el juicio es negativo, y la intención detrás de su uso, salvo contadas excepciones más artísticas, es una dura forma de castigo social.  El Diccionario de Usos del Español de la Real Academia de la Lengua Chilena ya lo acogió como chilenismo , lo cual consolida el uso del término incluso en ámbitos académicos y sentencia una manera de tratarnos que parece haber llegado para quedarse.

¿Pero qué es lo flaite, quién determina eso? Hay gente que anda diciendo que Maipú se puso flaite. Y no se trata de  una expresión antojadiza o destemplada. Son comentarios reales de personas. De ahí el sentido de esta columna. ¿Qué queremos decir cuando decimos que algo es “flaite”?

Curiosamente,  flaite es una palabra noventera, cuya leyenda se remontaría al uso de una zapatillas importadas llamadas Flight Air (de ahí vendría «FLAITe»). Curioso que se asocie el origen de la palabra flaite a un producto de consumo; como curioso es que esta palabra apareciera tan fuertemente desde los 90 y se mantenga hasta ahora tan vigente.

Corrales  y esquinas

Chile es un país de corrales, donde nos han asignado esquinas donde vivir, a un lado los ricos, al otro los pobres, y como nadie quiere ser pobre hacemos lo que sea por aparentar lo contrario. Esto nos lleva en muchos casos a una espiral de consumo, vamos pidiendo créditos, vamos comprando cosas, vamos llenando la casa de LCD, los armarios de zapatillas costosas, vamos separando clases, vamos arrancando de los pobres. Tener cosas y en lo posible costosas parece aminorar en muchos casos la sensación de no llegar a ser lo que quisiéramos. La realidad parece ser que esas cosas que compramos, el tiempo que invertimos para conseguirlas, disfrutarlas y también ostentarlas  finalmente nos terminan haciendo más pobres: pobres de cultura, de reflexión, de identidad. Más bien,  nos llenan de distracciones y terminan siendo voladores de luces que ocultan verdades muchas veces difíciles de afrontar, como que en Chile existen ricos y pobres, uno a cada lado de la esquina. Al medio está la indefinida y ambigua clase media (los famosos C2, C3, para los expertos en marketing), que luchamos por no parecer pobres, y corremos a ver si logramos coneeguir algo del chorreo del prestigio social que los ricos ostentan (El libro “Siútico” del periodista  Óscar Contardo es un imperdible para entender mejor esto).

El panorama parecer que los así llamados flaites viven en algún lugar de la Región Metropolitana, y  los así llamados cuicos al otro. Y la clase media al medio, moviéndose entre dos apariencias, una que castiga y la otra que premia. En este sentido la aparición de la categoría “flaite” no es tan sorprendente, pues  siempre buscamos un chivo expiatorio para nuestros miedos y prejuicios: alguien a quien culpar y achacar los males que no somos capaces de asumir. Los cuicos, los flaites, los upelientos, los fachos son categorías del mismo fenómeno. Es más fácil simplificar lo odiado y convertirlo en algo identificable para evitar el esfuerzo mental y emocional de enfrentarlo en su debido contexto: tal vez tenga que ver con la falta de una estrategia clara como sociedad para enfrentar lo distinto, de la falta de recursos personales para combatir los miedos y prejuicios personales, la incapacidad de no saber encarar violencia de las marcadas diferencias sociales sin hacernos daño entre nosotros mismos (una violencia que es social y ya no militar o represiva, y para la cual  tal vez recién estemos abriendo los ojos para reconocerla y por ende defendernos de ella).

Dime donde vives…

Nadie quiere escuchar decir que Maipú es Flaite, como tampoco quieren escuchar algo parecido los vecinos de La Florida, de Estación Central o Cerrillos respecto de sus propias comunas.

A 40 años del golpe lo que más nos divide son las mismas ciudades que habitamos, y la cultura que fluye por sus calles, nuestro lenguaje, nuestros prejuicios. Somos muchas aristas del producto de un modelo tan exitoso como fracasado, uno donde siempre habrán perdedores que nos hagan sentir mejor, que nos tranquilicen con su existencia y así podamos convencernos de no ser tan perdedores como ellos, de seguir alimentando el miedo que mantiene vivo nuestros prejuicios. Aquí el modelo funciona a distintos niveles.  No es posible soslayar la importancia que la política habitacional tuvo en los años 80 al  modificar o terminar de sentenciar el mal llevado proceso de migración rural a la capital y establecer la manera como nos distribuimos en la cuidad.  No da lo mismo vivir aquí o allá, en un pasaje o en una calle., tener un teléfono con tal prefijo y no el otro. Nuestra misma comuna es parte de las “comunas dormitorios”, desde donde cada día temprano parte el largo viaje de una turba de trabajadores en dirección a las oficinas y fábricas que permiten que el país siga produciendo.  Y así como en el ámbito urbano, también hay antecedentes de esto en educación y salud, que permiten explicar y entender el contexto actual de nuestros corrales y esquinas. Hay en todo esto una responsabilidad en el modelo que establece el marco legal, ético y económico del  desarrollo del país. En el Chile de las competencias, donde para que alguien gane otro tiene que perder, ser perdedor entre los perdedores es algo que nadie quiere.

Creamos realidades

En última instancia lo importante no es si Maipú sea flaite o no,  como tampoco si vivir en otra comuna significa algo distinto. Entrar en esa pregunta es ceder ante el miedo, es buscar la excusa para no ser el castigado: es traspasar el fracaso a otro. Quien se sienta menos por vivir en un lado o más en el otro, ya es parte del dañino juego al que estamos tan acostumbrados. No se trata de negar lo que todos entienden: no da lo mismo vivir aquí que allá. Sin duda la realidad se impone, y el modelo la normaliza. Pero siempre existe la decisión personal de entender la realidad desde otro punto de vista, como un principio básico para transformarla. En el decir de Markusen, el plantear las cosas desde otro “principio de realidad”. Así lo hicieron los estudiantes cuando dijeron basta a las odiosas categorías educacionales impuestas en dictadura y apostaron por una educación gratuita y universal para todos, independiente de su origen social.

La pregunta sobre qué es flaite y qué no es en este contexto inadmisible. Y la combinación de las palabras Maipú y Flaite que dan nombre a esta columna es sólo la provocación necesaria para comenzar la discusión. La trampa que acusa a quien esté dispuesto a negar la afirmación que ya es parte de esa lógica. La pregunta es otra. La pregunta pasa por entender que si ser flaite es tan malo como el sentir general indica, y si efectivamente hay personas que satisfacen esos atributos (lo cual es en sí un ejercicio altamente cuestionable), entonces qué estamos haciendo para enfrentar eso sin discriminación y finalmente hacia dónde apuntan nuestras reflexiones y acciones en la construcción de un país donde nadie tenga que ser enviado a esa esquina maldita de la que todos arrancamos: la de la marginación y el castigo social.

Por Edgardo Figueroa 

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