La última semana de julio, los medios de comunicación se colmaron de titulares en los que destacan los buenos resultados de la encuesta Casen 2022. Resultados que a primera vista son alentadores. La pobreza llegó a 6,5%, un mínimo histórico que releva a Chile como uno de los países líderes en la reducción de la pobreza en Latinoamérica. Por otra parte, la pobreza multidimensional disminuyó de un 20,3% a un 16,9%.
Si bien, las cifras que arroja esta encuesta son positivas en general, no podemos caer en la autocomplacencia. La pobreza sigue siendo un desafío que debemos afrontar, la cual en todas sus dimensiones perpetúa la desigualdad y expande brechas de distintas índoles entre las personas. Sin ir más lejos, en nuestro país y sólo en la última década, al menos 114 mil familias habitan asentamientos precarios, careciendo de uno o dos servicios básicos.
Los campamentos son la manifestación visible de la pobreza multidimensional. Más allá de la falta de ingresos, socava el desarrollo integral y la dignidad de quienes la viven, visible en la imposibilidad de acceder a servicios y siendo protagonistas del aumento de la inseguridad frente a la exposición a la violencia y el delito. En esta realidad, aparece un factor relevante pero del que poco se habla, las mujeres. Innatas lideresas sociales, quienes no solo sostienen, sino que levantan las comunidades.
Es una realidad que la mayoría de los asentamientos precarios son liderados por mujeres, y sin ir más lejos, la ONU (2021) indicó que a nivel mundial, el 68% de las iniciativas sociales son impulsadas por ellas. Dirigentas sociales que con múltiples desafíos -habitacionales y de vida- asumen desinteresadamente un rol fundamental y también profundamente transformador, demostrando capacidad de organización, inquebrantable resiliencia y determinación para mejorar las condiciones de vida de sus comunidades y empoderar a sus residentes.
En la marginalidad, donde convergen todas las problemáticas sociales estas lideresas emergen como agentes de cambio. Su rol está lejos de ser únicamente un reconocimiento popular, por el contrario, debido a su liderazgo -basado en el compromiso con el bienestar de la comunidad- logran la unidad comunitaria para encontrar soluciones colectivas, para facilitar el acceso a recursos y servicios disponibles a nivel local, estatal o de la sociedad civil. Así, ellas no solo representan a sus propias familias, sino que se convierten en voces para todos y todas.
En momentos de profunda crisis, como si fuese posible pensar en una crisis más profunda que la pobreza misma, fortalecen la resiliencia de los asentamientos precarios, planificando de manera conjunta acciones de emergencia y distribución de recursos de la manera más eficiente. Lo hemos visto y lo seguiremos viendo, porque ellas bien comprenden que mientras la ayuda tarde y el tiempo apremie, tendrán el desafío constante de traer soluciones concretas a sus territorios, que requerirán de la unidad y del trabajo conjunto de toda la comunidad.
Es verdad, la pobreza disminuyó según las estadísticas, pero seguimos al debe con millones de familias que viven bajo la línea de la pobreza. Sin embargo, quiero ser optimista, porque estoy convencida que si somos capaces de problematizar que las mujeres tienen más probabilidades de encontrarse en situaciones de pobreza o extrema pobreza en comparación con los hombres, la lucha por erradicar la pobreza es alcanzable, porque habremos entendido que gobiernos, organizaciones internacionales, empresas y la sociedad civil en general, debemos actuar con perspectiva de género. Ahí está la clave.
Conscientes que las fundaciones no podemos reemplazar el rol del Estado, nuestro desafío y por qué no, nuestra obligación, es repensar nuestra labor social con otra perspectiva, profundizando en la labor de las lideresas en campamentos y considerando que la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres no solo son derechos fundamentales, sino también una estrategia elemental para lograr el desarrollo sostenible y reducir la pobreza en Chile y en todo el mundo.
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