En las cifras de desempleo de larga duración dadas a conocer esta semana hay algo más que números fríos. No sólo estamos hablando de 150.000 personas sin trabajo por más de un año en Chile; hablamos de cuerpos inmóviles, pero mentes que no paran: ansiedad, insomnio, culpa, vergüenza. En una sociedad como la nuestra, donde el trabajo no sólo es ingreso sino también identidad, proyecto y pertenencia, quedarse sin empleo prolongadamente es quedarse también sin una parte esencial de sí.
La reciente alza del 69 % en el desempleo prolongado no es solo una crisis laboral: es una crisis de salud mental de baja visibilidad. La inactividad forzada desgasta la autoestima y en muchos casos despierta la “desesperanza aprendida”: la convicción de que no hay acción posible que modifique la situación. Día tras día, las personas se ven juzgadas —o se juzgan— por no producir, por no “aportar”, por no “salir adelante”. El relato meritocrático se transforma en látigo.
Y sin embargo, seguimos anclados en el inmovilismo. ¿Por qué cuesta tanto cambiar?, La respuesta está en los “pactos sociales tácitos” que toleran desigualdad a cambio de estabilidad. Cambiar ese orden requiere no sólo voluntad política, sino también romper con una serie de sesgos psicológicos y sociales: la aversión al conflicto, el miedo al caos, la ilusión de control que entrega el statu quo.
La sociedad chilena es víctima de una “paradoja moral”: mientras aumenta la conciencia sobre la importancia de la salud mental, la estructura social sigue reproduciendo condiciones que la destruyen. El desempleo prolongado —especialmente en personas con estudios superiores, mujeres, migrantes y personas con discapacidad— es un espejo incómodo. No es sólo una brecha de ingresos, sino de reconocimiento y dignidad.
Este fenómeno es invisible porque no calza con los marcos tradicionales del poder político ni de los medios de comunicación. No hay marchas por los desempleados de largo plazo. No hay conferencias de prensa con sus rostros. Pero están ahí: en sus casas, en sus camas, en sus silencios.
¿Y si comenzamos por cambiar la pregunta? En vez de “¿Por qué no encuentran trabajo?”, preguntemos: ¿Qué tipo de sociedad produce personas inempleables? ¿Qué instituciones les fallaron? ¿Qué espacio real damos a la reinvención personal, profesional y emocional?
No se trata solo de generar “empleo”, sino de repensar el sentido del trabajo y su lugar en nuestras vidas. Necesitamos políticas públicas que integren salud mental, reconversión laboral y redes de apoyo; Y sobre todo, necesitamos un nuevo pacto: uno donde ninguna persona se sienta descartada por haber quedado fuera del engranaje.
Porque si el desempleo es una herida, la indiferencia social es el limón que la mantiene abierta.

Deja una respuesta