En 1948 se inauguró la gruta de la Virgen del Carmen, ubicada en Camino a Melipilla, justo bajo el trébol que conecta con Los Pajaritos y Santa Marta. Quizás hoy esas referencias no digan mucho, porque el lugar ha cambiado: la gruta fue absorbida por la toma instalada junto a la línea del tren. Cada cierto tiempo, vuelve a ser noticia cuando la municipalidad intenta desalojarla, buscando evitar que siga extendiéndose.
En aquellos años de su inauguración, cuando el Templo Votivo recién comenzaba a levantarse y Maipú era más pueblo que ciudad, la gruta se convirtió en un punto importante de detención. Las personas pasaban a pedir favores, agradecer milagros o simplemente a encomendarse a la Virgen.
La elección del lugar no era casual: el culto a la Virgen del Carmen tiene raíces profundas en la historia religiosa de Chile, siendo reconocida como Patrona del Ejército desde la Independencia y luego como Patrona de Chile en 1923.
Pero además, y de forma más cotidiana, ha sido venerada como la patrona de los caminos. Por eso era común que los viajeros se encomendaran a ella antes de emprender sus trayectos. Esta gruta, instalada junto a una vía de conexión importante como el Camino a Melipilla, respondía a esa tradición de fe y protección para quienes viajaban.
Yo lo recuerdo bien. En los años 90, cuando con mi papá tomábamos la micro por Camino a Melipilla rumbo a Estación Central, él siempre se persignaba frente a la gruta. Lo hacía igual que cuando pasábamos frente al Templo. Intentó que yo repitiera el gesto, pero no lo consiguió. Sin embargo, logró algo más profundo: me hizo observar si otros pasajeros se persignaban. Y sí, muchos lo hacían. Algunos incluso susurraban una oración o se inclinaban sutilmente.

FUENTE Brochazos y pincelazadas de un maipucino antiguo 2
Hoy, la gruta está en abandono. Los vidrios del altar están quebrados, los nichos para velas y santos están vacíos o rotos, y la imagen de la Virgen del Carmen ya no está. Solo queda una lámina, una imagen plana y media descolorida, que evita que su presencia desaparezca del todo. Las paredes de la gruta se han convertido en parte de las viviendas de quienes se han tomado este terreno.

Pero, a pesar del deterioro, algo permanece. El día que fui a visitar la gruta para escribir esta crónica, encontré arreglos florales frescos a sus pies. Eso me conmovió profundamente. Esos ramos, puestos con cuidado, demuestran que la fe sigue viva, que hay personas que, pese al abandono, siguen viendo en este lugar un espacio sagrado. Ignoran el peligro, el descuido y el olvido… porque la fe puede más.
Quiero creer que el destino de la gruta aún no está sellado. Que el respeto que han mostrado quienes viven en la toma —al menos por su estructura— se debe no solo a la religiosidad que emana este lugar, sino también a su carga histórica para Maipú y sus vecinos. Quiero creer que aún hay tiempo para devolverle su dignidad.

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