Los maipucinos de larga data conocemos muy bien las historias que se han entretejido en los faldones de nuestra narrativa comunal. Este mismo ejercicio de escribir me retrotrae la memoria hasta donde sus vestigios recónditos pueden alcanzar, trayendo al Maipú de hoy ese que se nos escapó y que solo podemos revivir en los recuerdos.
Todavía, cuando paso por la esquina de las calles Padre Hurtado con Portales, puedo sentir el aroma a pasto húmedo que exhalan las canchas de Campos de Batalla e Independencia, situadas una al lado de la otra.

El Club Campos de Batalla es tan antiguo como el decreto de creación de nuestra comuna, los separan solo veinte años. Por lo tanto, este centenario club ha persistido porfiadamente al paso del tiempo, con sus grandes triunfos y sus derrotas. Su imaginario ha dotado a la memoria local de un referente difícil de olvidar, mucho menos de reducir solo al espacio de la evocación, pues todavía los viejos álamos que envuelven la cancha resguardan del inclemente sol estival a los jóvenes jugadores.
Recuerdo los clásicos que congregaban a una multitud de vecinos, quienes se reunían para vitorear a sus hijos, los que, después de rigurosas pruebas, pasaban a formar parte del plantel de Campos de Batalla y lidiaban intensos encuentros deportivos contra clubes de gran calidad futbolística. Entre ellos, Florida, Patrona de Chile y el enemigo más enconado y formidable de Campos de Batalla: la Good Year. Esos partidos eran de alta tensión; no obstante, la enemistad futbolística no pasaba de grescas menores, «choreadas» entre los imberbes jugadores.

En un costado de la cancha, siempre atento e impecablemente vestido, estaba el “Viejito” Amaya, un kinesiológo de oficio que reparaba huesos en la Villa William O’Neil. Con su maletín a cuestas, el señor Amaya socorría a los jugadores cuando, producto de la refriega, alguno resultaba lastimado. Nunca supe con certeza si esos nobles servicios que prestaba al club eran remunerados o no; lo cierto es que el empeño y el afecto manifiesto que ponía en cada partido lo hacían objeto del respeto y cariño del plantel de Campos de Batalla. Cada Navidad, inexcusablemente, se calzaba su traje de Viejo Pascuero para animar las fiestas de la villa de los trabajadores de la INSA de aquel entonces. Cuando el viejito Amaya falleció, sus hijos se deshicieron de todas sus cosas y, entre los trastos que fueron a parar a la basura, en una vieja bolsa asomó un trozo de tela roja, vestigio de aquel atuendo que tantas alegrías reportó.
Debo enfatizar que el olor a pasto húmedo que emanaba de las canchas de Campos todavía no se desprende de mis sentidos, y toda vez que huelo, casualmente, esa hierba perenne, me transporta a esas tardes soleadas cuando, después del almuerzo, nos íbamos a presenciar las componendas deportivas. Recuerdo vívidamente el sol filtrándose entre los profusos ramajes de esos viejos álamos, que acunaron los sueños de toda una generación de jóvenes de nuestra querida comuna.

El Club Campos de Batalla está próximo a cumplir 113 años, demasiado tiempo y demasiadas historias como para no concederle un espacio en la memoria local y situarlo en el patrimonio deportivo de la comuna de Maipú. Hoy los intereses son otros, y es evidente que a muchos no les resulta relevante reconocer el acervo histórico que proporciona este centenario club. Pero para nosotros, los de memoria firme e inclaudicable, el Campos de Batalla es parte de nuestra historia personal, pues en cada rama de esos añosos álamos están imbricados los recuerdos y evocaciones de un Maipú que se nos fue irremisiblemente.
Honramos la memoria de los utileros, quienes mantenían el pasto de esa vieja cancha, de los directores técnicos como don Pepe, y cada jugador que pateó con entusiasmo una vieja y desgreñada pelota.

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