Hay una frase en Chile que dice: “las segundas partes nunca son mejores”. La decisión del presidente Trump de imponer aranceles a 70 países, entre los que Chile no fue la excepción, afecta directamente nuestras exportaciones, especialmente aquellas que simbolizan el esfuerzo productivo de nuestras regiones frutícolas y vitivinícolas. Pero esto no es solo un problema técnico de comercio exterior; es un fuerte remezón que nos obliga a repensar de fondo nuestra matriz exportadora, no solo en términos de abrir nuevos mercados, sino también respecto de la calidad y el nivel de manufactura de lo que producimos.
Este escenario incierto nos enfrenta a una realidad que venía anunciándose hace años: la fragilidad de nuestra economía frente a los vaivenes de las grandes potencias y nuestra excesiva dependencia de las exportaciones primarias.
Los aranceles de Trump quiebran las confianzas

Aunque esta sorpresiva y unilateral medida de EE.UU. se funde en cláusulas establecidas en los tratados vigentes —como las de salvaguardia o seguridad nacional—, el golpe más profundo no es jurídico, sino político y estratégico: se ha quebrado la confianza. Una confianza que Chile cultivó durante décadas, creyendo que abrir mercados y firmar tratados garantizaría estabilidad y progreso.
Sin embargo, quedó en evidencia que, para Trump, las reglas solo valen mientras le convienen. La mezquindad que hoy caracteriza la política exterior estadounidense no se disfraza: revela una indiferencia calculada hacia el bienestar de sus socios comerciales, imponiendo un estilo que recuerda a las lógicas de los antiguos regímenes monárquicos, donde la supremacía del soberano determinaba cuánto y cuándo los demás podían beneficiarse.
La mezquindad que hoy caracteriza la política exterior estadounidense no se disfraza: revela una indiferencia calculada hacia el bienestar de sus socios comerciales, imponiendo un estilo que recuerda a las lógicas de los antiguos regímenes monárquicos, donde la supremacía del soberano determinaba cuánto y cuándo los demás podían beneficiarse.
Desde los años 90, Chile depositó su confianza en la apertura de los mercados y en el protagonismo del comercio exterior como motores del desarrollo. Pero es paradójico que, hoy, las medidas arancelarias promovidas por Estados Unidos se presenten como una supuesta expresión de los ideales de libertad y prosperidad que ellos mismos proclaman, cuando en la práctica consagran la libertad del más fuerte para restringir a los demás.
Esta situación desnuda las limitaciones de un modelo que hizo del mercado su única brújula, relegando la construcción de capacidades propias, el desarrollo tecnológico interno y la protección de quienes generan valor día a día. Apostamos todo a la competencia global y descuidamos la cooperación interna. Creímos que, integrándonos al mundo, resolveríamos por inercia nuestras brechas estructurales. Hoy comprobamos que la apertura sin estrategia nacional no es integración: es delegar nuestras decisiones fundamentales a las potencias extranjeras.

Ahora bien, de las crisis también nacen oportunidades. Hay que dejar atrás el modelo que consiste en exportar una piedra de cobre para luego importar un computador. Este es el momento de materializar, de una vez por todas, aquello que por décadas ha estado en los discursos, pero nunca en la práctica: diversificar no solo los mercados, sino también nuestros productos y capacidades.
Las puertas que se cierran en Estados Unidos pueden abrirse con más fuerza en Asia y en India, pero no basta con enviar las mismas cajas de fruta o barriles de vino. Se requiere un salto cualitativo: avanzar hacia alimentos procesados de alto valor, manufactura con innovación, y productos que no solo lleven el sello de nuestra tierra, sino también la fuerza de un país que entiende que el desarrollo es una tarea colectiva y urgente.
Pero este salto no será posible si seguimos cada uno por su lado. Chile necesita una estrategia país, no una suma de esfuerzos aislados. Un gran acuerdo nacional, donde empresas, gobierno, universidades, trabajadores y la sociedad civil se sienten a la misma mesa con un propósito común: dejar de ser un país que espera que el mundo lo salve, y pasar a ser un país que construye su propio destino con cooperación real, inversión pública estratégica y valorización del trabajo local.
Ya no podemos seguir mirando cómo el tren del valor agregado pasa frente a nosotros mientras nos quedamos en el andén del commodity. Este golpe “a la maleta” debe obligarnos a movernos como país hacia el horizonte de la diversificación y del valor agregado.
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